RELATOS


           
                                                                         Ane          

Tac, tac, tac. Unos ruidos la despertaron de su ligero sueño. Al principio no supo si eran reales o si los estaba soñando, pero la insistencia de aquel sonido acabó por desvelarla. Tac, tac, tac. Se incorporó parcialmente apoyándose sobre los codos e intentó determinar su procedencia. Tac, tac, tac. Sin duda alguna provenían de su izquierda, de la ventana que daba al norte. El enorme dormitorio de la guardilla se encontraba a oscuras, pero por aquella ventana se colaba el resplandor plateado de la luna, y pudo ver con toda claridad la pequeña ave nocturna que golpeaba con su pico el frío cristal. Su menudo cuerpo, negro como el carbón, se movía a un lado y otro del alfeizar antes de volver a insistir. Tac, tac, tac. Parecía como si la estuviera llamando.
Al desprenderse de las gruesas mantas con las que se cubría, Ane sintió el frío que se condensaba en aquella vieja mansión. Pero no le importó. Se deslizó por el colchón hasta posar sus pequeños pies desnudos sobre el suelo de madera, y recorrió de puntillas la distancia que le separaba de la portezuela del balcón. La abrió con mucho cuidado y salió al exterior. La brisa nocturna del norte la envolvió por un momento y sintió como su cuerpo se enfriaba rápidamente bajo la fina tela de su camisón blanco. Las mejillas se le endurecieron, contraídas por el frío, y la nariz comenzó a dolerle levemente. Pero tampoco le importó; le gustaba aquella sensación. El invierno era su estación favorita y la noche su momento predilecto.
Tac, tac, tac. La niña volvió a escuchar los golpecitos que el ave producía contra el cristal, ahora algo más apagados al perderse en la inmensidad de la noche. Con mucho cuidado dirigió sus pasos a través del balcón que, en forma de ele, doblaba la esquina a un metro de allí y recorría la fachada norte en toda su extensión. La tablazón se encontraba cubierta de una escarcha tan fina que brillaba a la luz de la luna como si fuera sal, y sintió como a cada paso el frío se le clavaba como agujas en las plantas de los pies.
Al torcer la esquina se encontró de frente con una enorme luna llena que parecía mas plena que nunca, más inmensa, y por un momento se quedó ensimismada en su contemplación. El ave nocturna, al sentir su presencia tan cercana, pegó un brinco y en dos breves aleteos se desplazó del alfeizar a la balaustrada del balcón. Ane reaccionó entonces e intentó acercarse con mucha cautela al pequeño animal, pero este volvió a alzar el vuelo para posarse unos metros más allá, en la misma balaustrada. La pequeña corrió hacia él. Casi cuando parecía poder cogerlo entre sus manos, el ave echó a volar y se alejó del lugar. No obstante, regresó y realizó unas graciosas cabriolas delante de la niña  haciéndola reír, como un alegre saludo, antes de perderse definitivamente en el bosque que se extendía a varios metros de la casona.
La pequeña Ane se quedó largo rato mirando en la dirección en la que las oscuras sombras de los árboles habían engullido al animal. Pero el ave nocturna no regresó. No le importó. Sabía que aquel pajarillo, como todos los de su naturaleza, era un ser total y absolutamente libre. Quizás volviera la próxima noche, quizás dentro de dos o tres, o quizás no lo haría nunca. Era algo que ella no podía saber ni controlar. Lo aceptaba. Incluso le maravillaba. Pero no podía evitar sentir una punzada de envidia.
Apoyada en la helada balaustrada contempló el paisaje a su alrededor y la inmensidad de un cielo tachonado de millones de estrellas, allá donde la luz de la gigantesca luna llena lo permitía. Inspiró profundamente y llenó sus pulmones con la fría brisa del norte. Luego aspiró con una sonrisa, satisfecha. Dirigió su mirada hacia abajo, hacia la superficie cubierta de hierba que se extendía entre el bosque y el edificio, y le sobrevino una sensación como de vértigo.
Los seres humanos tienen miedo a las alturas porque no saben volar – pensó. Pero luego se lo replanteó y se preguntó a sí misma - ¿O no saben volar porque tienen miedo a las alturas?
Rebasó la balaustrada con cuidado y se colocó hacia el exterior, agarrada con ambas manos a esta - que ahora quedaba tras ella -, y con los talones asentados en la estrecha superficie que sobresalía apenas unos centímetros. Al volver a mirar abajo la sensación de vértigo fue mucho mayor, ahora que se encontraba desprotegida de cualquier obstáculo arquitectónico. Un hormigueo le recorrió el estómago. ¿Sería capaz de saltar? – se preguntó.
La altura era considerable y algo en su interior, un instinto de protección del todo humano, la aferraba a la balaustrada con tenacidad.
Quizás de cara impresione mas – pensó -, pero de espaldas…
Se giró lentamente, con mucho cuidado, hasta dar la espalda al paisaje. Luego alargó los brazos y alejó el cuerpo todo lo que estos le permitieron, con las puntas de los pies firmemente asentadas en el borde. Volvió a acercarse a la balaustrada, soltó las manos y dejó que su cuerpo cayera hacia atrás hasta la distancia justa para poder volverse a agarrar. Repitió varias veces aquel temerario balanceo, hasta que, confiada, se alejó demasiado y no pudo asirse al balcón. En los primeros instantes manoteo el aire en busca de algo a lo que aferrarse, pero cuando vio que ya era inútil, extendió sus brazos y piernas y se dejó caer, asumiendo su destino.
Escuchó el golpe sordo de su cuerpo al chocar contra la superficie cubierta de hierba, y como todos sus huesos crujían en su interior.
Entonces abrió los ojos de par en par e inspiró una gran bocanada de aire, como si se tratara de su primer aliento. Parecía como si hubiera despertado de nuevo.
¿Acaso ha sido todo un sueño? – se preguntó -. Todo parecía tan real… El pajarillo, la brisa del norte, la escarcha bajo sus pies… Ahora no sentía nada de eso.
Se quedó un rato pensativa; confusa por la extraña ensoñación. Luego suspiró profundamente y giró sobre sí misma para ponerse de costado e intentar seguir durmiendo. Era cierto que soñaba muy a menudo, en muchas ocasiones cosas tan extrañas que apenas podía encontrarles un significado. Pero nunca nada como aquello. Nada que la dejara tan desorientada como se sentía ahora.
Un momento – se dijo de pronto-. Si realmente hubiese sido un sueño, habría despertado antes de estrellarme contra el suelo ¿no? Al menos es así como suele suceder…
Miró a su alrededor intentando situarse. El techo no era otro que la bóveda celestial. Se hallaba tumbada sobre la hierba escarchada, frente a la tosca casona de piedra. Tres pisos más arriba sobresalía el largo balcón de la guardilla que recorría aquella fachada de lado a lado.
Se incorporó levemente sobre sus codos.
¿Era posible? ¿Lo había echo realmente? – se preguntó.
No podía ser verdad. Si así fuera tendría que haberse roto algo o sentir algún dolor, como mínimo. La caída desde semejante altura tenía que haber sido brutal.
¿O acaso…?
Ane se llevó una mano al pecho y constató que no sentía los latidos de su pequeño corazón. Se incorporó despacio hasta ponerse en pie y giró lentamente sobre sí misma.
Su propio cuerpo se encontraba ahora frente a ella, tendido inerte sobre la hierba. Unos hilillos de sangre manaban de su boca y sus pequeños orificios nasales.
Entonces lo comprendió todo. Comprendió cual había sido la realidad.
            Ane tuvo la certeza de que había muerto.   


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             Postmortem    


El capitán del Cuerpo General de Policía, Ernesto Beltrán, conducía su auto a gran velocidad por las calles de Barcelona hacia el barrio de La Vall D’hebron. Eran más de las doce de la noche y no se veía un alma. No era de extrañar. Las luces de neón iluminaban las grandes avenidas insuficientemente con una luz ambarina, tenue y difusa, y la lluvia torrencial hacía que la carretera fuera un chaco continuo. Los faros del vehículo apenas conseguían traspasar la espesa cortina de agua.
            Aquel noviembre de 1942 estaba siendo frío y duro. El país pasaba una situación verdaderamente difícil; apenas habían transcurrido tres años desde que finalizara la guerra civil y desde entonces el resto del mundo se encontraba sumido en un conflicto mucho mayor y que parecía ir para largo. La guerra había dejado a España sumida en la más absoluta pobreza y faltaba de todo menos odio y rencor.
            Esa misma noche Ernesto había recibido una llamada de Julián Sarriá, el que fuera su superior hasta hacía poco más de un año.
            -Necesito hablar contigo – le había asegurado.
No perdió tiempo en acudir a la cita. Tras informar en comisaría sobre sus intenciones, cogió su automóvil y partió hacia el domicilio del expolicía. Llevaba días sin poder dormir, sin poder creerse lo que estaba sucediendo. Quería acabar con aquel maldito asunto cuanto antes, por lo que esperaba conseguir una confesión firmada de su antiguo compañero. Sería lo mejor para todos, y estaba dispuesto a conseguirla.
            Hacía apenas un año y medio Beltrán y Sarriá habían trabajado juntos en la investigación de unos violentos crímenes que habían conmocionado a la ciudad. Varias jóvenes, de entre dieciséis y veinte años de edad, habían sido brutalmente asesinadas cerca de sus domicilios. Todas resultaron ser morenas, atractivas e hijas de familias pudientes y adeptas al régimen. El asesino no parecía violarlas, pero siempre aparecían desnudas, abiertas en canal y, a todas ellas, les faltaba el corazón. Junto al cadáver dejaba una pequeña nota con alguna cita bíblica que eludía al diablo, escritas con la sangre de sus propias víctimas. Nunca se supo con certeza lo que el asesino hizo con los órganos extraídos, pero, cuando por fin lo atraparon –  más bien se dejó atrapar –, confesó habérselos comido.
            Yurick Mezdra, que era como se llamaba el macabro homicida, había llegado desde Bulgaria con las Brigadas Internacionales durante la guerra civil. Al terminar el conflicto se instaló discretamente en uno de tantos pisos abandonados a las afueras de la ciudad y desde el más absoluto anonimato, como una sombra o un hombre invisible, comenzó con su sanguinaria trayectoria. Realmente les había puesto las cosas difíciles. Parecía solazarse mucho con todo aquello y no contento con torturar y matar a aquellas jóvenes inocentes y tener a toda la ciudad sumida en el terror, retaba a los dos agentes al cargo del caso como queriendo echarles un pulso. No les dio tregua. Les atormentaba constantemente con llamadas y correos con la insana intención de infundirles temor por sus propias familias, y les dejaba acertijos y pistas falsas en los lugares del crimen como si todo aquello fuera un lóbrego juego de mesa. Cuando después de un largo año por fin lo detuvieron – o, mejor dicho, se dejó atrapar -, Yurick había acabado con la vida de doce jóvenes, una por cada mes, y había conseguido desquiciar a Beltrán y Sarriá de manera preocupante. Sin embargo, lo peor aún estaba por llegar.
            En los interrogatorios Mezdra confesó los doce crímenes con todo lujo de detalles. Le gustaba rememorarlos, regocijarse en el dolor. Era evidente que disfrutaba narrando aquellos horrores ante los dos policías, jugando aún con ellos, ahondando vilmente en sus debilitadas psicologías. Parecía recrearse incluso de las torturas a las que le sometieron, no por conseguir más información, no hacía falta, sino por mero rencor y por hacerle sufrir lo indecible. Sarriá no fue capaz de soportarlo y antes de que el interrogatorio finalizase debidamente desenfundó su arma y le descerrajó un tiro en plena cara.
            Nunca volvió a ser el mismo. Aquel caso lo había hundido. De alguna manera Yurick había conseguido desquiciarlo por completo, trastornarlo indefinidamente. Al poco tiempo su mujer le abandonó y el comisario le invitó a que dimitiera. Beltrán, por el contrario, fue ascendido a capitán.

            Ahora, después de tanto tiempo y con Mezdra enterrado bien profundo, habían vuelto a aparecer tres jóvenes asesinadas, desnudas, abiertas en canal y descorazonadas. También resultaban ser morenas, atractivas y pertenecientes a familias pudientes adeptas al régimen…
Pero esta vez el principal sospechoso – por no decir el único – no era otro que el mismo Julián Sarriá.
            Un médico psiquiatra le había explicado pacientemente a Beltrán cómo era posible que una persona que ha estado bajo una fuerte presión pudiera sufrir ciertos trastornos psicológicos que le indujeran a tomar una especie de doble personalidad o, al menos, a sentir cierta afinidad con aquel o aquello que le hubiera causado un gran dolor. Sin embargo el capitán no entendía de aquellos parámetros neuro-psicológicos, ni quería entenderlos. A él lo que le importaban eran las evidencias y estas no podían ser más concluyentes. Sarriá había sido visto por varios testigos en compañía de las dos primeras víctimas momentos antes de sus respectivas desapariciones. En la escena del tercer crimen habían encontrado un gemelo dorado con las iníciales J.S. inscritas, idéntico a los que solía utilizar el vanidoso expolicía.  Y su automóvil, un Citröen B11 de color negro, había sido identificado en las inmediaciones del lugar por varios vecinos. También la letra de las citas bíblicas, aunque algo distorsionada, coincidía con la grafía del sospechoso.


            Beltrán pasó la verja de entrada y dejó su vehículo frente al viejo caserón, al lado de una pequeña rotonda culminada por un ángel de piedra que vertía agua en un pilón circular. Sarriá provenía de una familia muy adinerada y había heredado aquella ostentosa mansión de su abuelo paterno. Ascendió los seis peldaños que le separaban de la puerta principal y llamó utilizando la vieja y tosca aldaba de bronce. A lo lejos, los relámpagos iluminaban intermitentemente el horizonte, sobre la ciudad dormida.
            Sarriá abrió enseguida, como si esperara tras la puerta. Después de echar un vistazo al exterior por encima del hombro del capitán, lo hizo pasar. Tenía un aspecto horrible; había adelgazado considerablemente desde la última vez que lo vio – casi medio año – y su rostro demacrado, como de anciano moribundo, impresionó a Beltrán. Los ojos, abiertos como platos, se encontraban cercados por unas pronunciadas ojeras y unas cejas descarnadas. Temblaba inconteniblemente y tenía la piel, de aspecto enfermizo, febril, perlada de sudor. La casa estaba destartalada, como si alguien lo hubiese puesto todo patas arriba.
Sarriá quiso invitar a Beltrán a sentarse y tomar una copa con normalidad, pero no fue capaz. Lo agarró de las manos, suplicante.
            - Ernesto… tienes que ayudarme – le rogó con una desentonada voz que no parecía la suya -. Tú tienes que creerme…
            El capitán liberó sus manos, se quitó el sombrero y lo posó lentamente sobre la mesilla del salón. Luego alzó la vista y le informó, tajante:
           - No voy a mentirte, Julián. Vengo a por tu confesión. Así todo será más fácil…
            El expolicía dio un paso atrás.
            - Pero tienes que creerme; yo no he matado a nadie… ¡Te lo juro!
        - ¿Ah no? ¿Quién entonces? Explícamelo. Tenemos varios testigos que te vieron con las víctimas momentos antes de los asesinatos…
            - Quizás mientan.
            - …han identificado tu automóvil, la letra de los putos mensajes coincide y…
            - Quizás se confundan.
-… Y ¡Joder! nadie más que tú y yo conocía tan al detalle el puñetero caso. ¿Olvidas que hubieron datos que no se revelaron a nadie, ni tan siquiera a los familiares? ¿¡Como cojones explicas eso?!
            Sarriá se puso aún más nervioso ante las pruebas del capitán.
            - Quiere incriminarme… - contestó con un hilo de voz.
            - ¿Incriminarte? ¿Quién?
            - Yurick Mezdra.
         Beltrán se le quedó mirando estupefacto, sin saber como encajar lo que estaba escuchando decir a aquel hombre racional y meticuloso que había sido antaño. Realmente había perdido por completo la cabeza.
   - Está muerto – le dijo con contundencia -. ¡Joder! ¡Tú mismo le reventaste la cabeza!
    - Lo sé… Pero tienes que creerme… - Sarriá parecía ponerse más nervioso por momentos -. Yo tampoco lo entiendo, pero… lo he visto. Me sigue a todas partes.
    - Necesitas ayuda, Julián; tú no estás bien.
    - Yo pensaba lo mismo al principio…, pero es verdad… ¡Te lo aseguro!
  El capitán se irguió en el interior de su gabardina caqui y sacó una cajetilla de cigarrillos del bolsillo. Sarriá parecía perder la calma por momentos, así que se lo pensó dos veces antes de decir:
- Lo siento, Julián, pero yo no creo en fantasmas - se encendió un cigarrillo y continuó –. Si vas a insistir en tu inocencia al menos me gustaría echarle un vistazo a tu armario ropero.
- No… no hay problema.
Sarriá le acompañó escaleras arriba hasta su dormitorio, abrió un extenso guardarropa y se echó unos pasos hacia un lado. Beltrán se acercó y observó. Fue pasando camisa por camisa, sin descolgarlas, hasta que encontró lo que buscaba: A una de ellas le faltaba uno de los gemelos y, casualmente, el que aún seguía en su sitio era dorado y tenía grabadas las iníciales J.S.
 Descolgó la camisa y con la prueba en la mano fue a girase hacia su ex compañero, cuando un tremendo golpe, seco y contundente, lo derribó dejándolo sin sentido. Sarriá le había atizado en la cabeza con el pie de alabastro de una lamparilla de noche.

 Minutos después Beltrán comenzó a recobrar el sentido. Se sentía fatigado y la cabeza le dolía enormemente. Cuando fue a llevarse las manos hacia las agudas punzadas que sentía en sus sienes se dio cuenta de que estaba atado, inmovilizado de pies y manos. Intentó situarse. Veía muy borroso, pero consiguió darse cuenta de que estaba en el salón de la casa del expolicía atado a una silla. Sarriá permanecía sentado en un sofá frente a él y sostenía algo oscuro y rígido entre sus manos. Era su pistola.
           
        - ¿Qué estas… haciendo? – apenas susurró el capitán -. No compliques más las cosas… Necesitas ayuda.
         - ¡Oh! ¡Ya ha despertado! - comenzó Sarriá muy excitado, como si hablara para sí mismo -. Sé muy bien lo que hago. Ahora vas a creerme. Él vendrá y tú mismo lo verás. Quiere vengarse de los dos; no perderá esta oportunidad que le brindo.
       - Vamos, Julián… suéltame. La policía no tardará en llegar. He dejado aviso. Saben que estoy aquí… - Beltrán se encontraba muy débil –. Me siento… Me siento muy mal, Julián - le había golpeado muy fuerte.
         Esperaron un rato en silencio. Beltrán hacía grandes esfuerzos por mantener la consciencia, pero cada vez se le hacía más difícil. Temía que si volvía a desmayarse no despertara nunca.
         -Julián, por favor… Hazme caso… Todo se ha acabado.
         -¡Calla! ¡Calla de una puta vez y espera!
      De pronto Sarriá vio como la puerta de entrada se abría bruscamente y se levantó de un salto.
         - ¡Aquí está! – Gritó - ¡Es él, Ernesto, sabía que vendría!
     Beltrán intentó mirar en aquella dirección, pero la sangre le cubría el rostro, apenas podía mantener la cabeza erguida y la vista se le oscurecía por momentos. Jadeó con las pocas energías que le quedaban:
        - No veo nada… Siento que… me muero. Julián…, no veo… no…
Y volvió a caer en el reino de las sombras.
   Sarriá empuñó el arma. Vio como Yurick avanzaba por el pasillo hacia él lentamente, imperturbable. El expolicía disparó hacia el pasillo tres veces por encima del comatoso cuerpo de Beltrán, pero parecía que ninguno de los proyectiles alcanzaban a su objetivo.
    -¡¡Ernesto, no me dejes ahora!! – Lo zarandeó sin quitar ojo del búlgaro que seguía avanzando hacia él - ¡¡AHORA NO!!
      Pero Beltrán no reaccionaba.
     Sarriá corrió escaleras arriba y vio como Yurick le seguía impasible. Entró en su dormitorio, se metió en el cuarto de baño y se encerró en él, acurrucado junto al inodoro, muerto de pavor. Sus desbocadas pulsaciones le martilleaban las sienes, respiraba entre jadeos y todo su cuerpo temblaba como una marioneta descontrolada. Tras unos tensos minutos la puerta del baño se abrió de golpe haciendo saltar el pestillo por los aires y vio la diabólica silueta del asesino búlgaro recortarse en la oscuridad, iluminada por un fugaz relámpago. Yurick Mezdra le dedicó una macabra sonrisa antes de abalanzarse sobre él, justo en el momento en el que el terror llegó a su punto más álgido en su descontrolado cuerpo y su mente se bloqueó haciéndolo desmayar.

  Algo lo despertó de pronto. Sarriá miró a su alrededor. Estaba en su dormitorio, tumbado en la cama. Se incorporó y se sentó en el borde. Ahora lo oyó con mayor claridad; llamaban a la puerta. Fue al levantarse cuando vio sus manos. Estaban llenas de sangre. Y su camisa también. El terror retornó a su torturada mente cuando se acordó del capitán. Bajó rápidamente al salón. La silla seguía en su sitio, pero no había ni rastro de Beltrán. Ahora lo oyó con mayor nitidez: ¡Pun, pun, pun! ¡Policía, abra la puerta! La tensión se apoderó de él. Comenzó a buscar al capitán. Miró en la cocina, en el baño de abajo, en la habitación de invitados, en la biblioteca. Y por fin lo encontró en el comedor. ¡Pun, pun, pun! ¡Policía! ¡Abra la puerta o la echaremos abajo! Beltrán yacía sobre la gran mesa rectangular con las extremidades extendidas, desnudo y abierto en canal.
 La policía derribó la puerta e irrumpió en la mansión en el momento exacto en el que Julián Sarriá se dejaba caer de rodillas sobre el suelo enmoquetado del comedor y un desgarrador grito de angustia y desesperación se escapaba de lo más profundo de sus entrañas, difundiéndose en la noche como un eco de muerte, un último alarido espantoso que recorrió la oscura ciudad de Barcelona como una maldición.                                                             

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