El hijo del capitán
"Comenzaba a amanecer, perezosa y lentamente, sobre la espesa bruma que aquella mañana cubría por completo la bahía de El Pasaje. De norte a sur, sus términos se extendían desde la angosta entrada de su puerto, limitada por las abruptas peñas conocidas como Arando Grande y Arando Chico, hasta la regata de Bordandia que la separaba de los confines de Lezo, por una orilla, y hasta el final del canal de La Herrera por la otra, abriéndose paso hacia el oeste entre limos y arenales.
En la zona más
septentrional apenas podían señalarse un par de construcciones entre unos pequeños
hornos balleneros y un molino. Más al sur, comenzaba el grueso de la población,
con sus casas alineadas a lo largo de la marisma que, de trecho en trecho,
dejaban un hueco para que las situadas detrás pudieran asomarse a las mansas
aguas del puerto. Entre unas y otras, una estrecha y sinuosa calle avanzaba horadando
los bajos de las casas que, apoyadas en arcos de medio punto, venían a dar un
colorido oriental a la pequeña población.
El extremo más
austral de la orilla este, más resguardado y tranquilo, ofrecía mayor actividad
industrial. Prueba de ello eran los molinos, las ferrerías, los astilleros, los
almacenes y la cordelería.
Desde su bocana
hasta la plazuela de la Cruz, por un lado, y hasta La Torre del Almirante, por
el otro, las aguas, encajonadas en negras y limosas orillas sin muelles, eran
lo suficientemente profundas para toda clase de naves. Pero a medida que se
extendían hacia la ensenada de La Herrera, Lezo, Rentería y Oiartzun, se hacían
menos profundas, hasta el extremo de enseñar en bajamar grandes extensiones de
playas fangosas que formaban una amplia marisma.
Los robles y las
acacias cubrían las laderas y cumbres del monte y por sus rápidas pendientes
enviaba al mar abundantes corrientes de aguas frescas y cristalinas.
Resguardado de los vientos fríos del norte y del este, los más de los días El
Pasaje recibía las caricias de los rayos del sol, mitigados en verano por la
brisa marina.
Pero aquel no
era el día.
El pequeño
Joanes trepó, muy de mañana, por el rocoso sendero que subía hasta la vieja
atalaya, en lo alto del Arando Grande. Junto al pequeño abrigadero se secó el
sudor de la frente con la manga de la camisa y se cubrió con el capote que
llevaba bajo el brazo. El viento era frío y el cielo se encontraba tan
encapotado que, en el horizonte, apenas se distinguía dónde empezaba el
firmamento y dónde el mar. El muchacho miró a lo alto y extendió las manos para
cerciorarse de que caía una lluvia tan fina como inapreciable pero que, a la
larga, acababa mojando.
–Egun on –le dio los buenos días al
atalayero, un joven al que apodaban Begiluze
y que prácticamente vivía en aquel diminuto refugio desde inicios de noviembre
hasta mediados de marzo, época en la que las ballenas se dejaban ver por
aquellas latitudes.
Joanes se
acomodó sobre una roca y fijó su mirada hacia el oeste, siguiendo la costa
desde el Peñón de la Plata hasta donde le alcanzaba la vista o el clima se lo
permitía, que aquel día no era mucho. No eran ballenas lo que él buscaba. Hacía
ya varios días que el grueso de la flota de Terranova había regresado y uno de
los marinos le había asegurado que su padre no tardaría mucho más en hacerlo.
Al parecer el capitán y los suyos habían tenido alguna que otra dificultad con
su vieja nao, lo que los había retrasado en el tornaviaje.
El pequeño de
los Darieta llevaba tres días subiendo a aquel otero y vigilando el horizonte,
desde el alba hasta el ocaso, y cada día que pasaba su desasosiego iba en
aumento. ¿Y si no habían conseguido salir a tiempo y se habían quedado
atrapados por los hielos polares? ¿Y si habían tenido que enfrentarse a una
tempestad con la embarcación en malas condiciones y se habían ido a pique?… ¿Y
si jamás regresaban? No serían los primeros, ni tampoco los últimos.
–¡Mira, Joanes!
–gritó el joven atalayero sacando al muchacho de sus funestas cavilaciones, al
tiempo que señalaba el horizonte.
Joanes miró en
la dirección indicada. Al principio no logró ver nada, pero no tardó mucho en
divisar un gran chorro de agua que salía propulsado hacia arriba, allá a lo
lejos.
Sin perder más
tiempo, Begiluze asió la cuerda de la
pequeña campana que pendía junto al refugio y la agitó con garbo, haciéndola
sonar con el frenesí de una alerta largamente conocida.
–¡¡Balea!! –gritaba a pleno pulmón–. ¡¡Balea!!
No tardaron en
hacerse a la mar catorce bravos remeros en sendas txalupas balleneras. Las dos embarcaciones salieron por la bocana
de la bahía y enfilaron las proas hacia su objetivo. El mar se encontraba
erizado y, desde la atalaya, Joanes y Begiluze
veían cómo las barcazas elevaban sus delanteras hacia lo alto para después caer
entre la espuma, una y otra vez, mientras los remeros luchaban con ahínco
siguiendo las instrucciones de sus respectivos popeles.
Los pasaitarras
se adentraban mar adentro con mucho esfuerzo cuando Joanes divisó otras dos
embarcaciones que salían de la bahía de San Sebastián. Por un momento pensó que
aquellos llegarían antes y cruzó los dedos para que no fuera así, al tiempo que
animaba a sus vecinos entre dientes. Venga,
vamos, ánimo. Pero los de la villa pronto se dieron cuenta de que el
esfuerzo era inútil y pusieron proas de regreso, en el momento en el que uno de
los proeles de El Pasaje cambiaba su remo por el arpón.
Los marinos se
encontraban muy lejos y desde la atalaya los dos oteadores no conseguían ver
nada claro, pero suponían que ya habrían lanzado su primer ataque contra el
gran animal. Ahora habrían de luchar contra aquella mole y el mar durante un
buen rato, hasta que la enorme bestia expirara su último aliento.
Una vez muerta,
la ballena fue arrastrada entre las dos embarcaciones hasta la pequeña ensenada
llamada Kalabursa, situada a la
entrada del fiordo. Allí mismo se dispusieron a despellejarla, trocearla y
extraer los pedazos de tocino que fundirían en unos pequeños hornos construidos
en la misma playa. El lugar resultaba idóneo para tal labor, ya que quedaba cercano
del mar abierto al tiempo que resguardado por el Arando Grande, y lo más alejado
posible del núcleo urbano; el humo denso, negro y maloliente que se producía al
fundir el lardo no era del agrado de ningún vecino.
Aquella escena
era más que habitual durante la época invernal; el propio Joanes, con tan solo
nueve inviernos, ya había visto a sus vecinos cazar ballenas frente a la costa
en tantas ocasiones que no era capaz de contabilizar. Pero siempre se trataba
de algún grupo pequeño o, como en aquella ocasión, algún cetáceo solitario.
Suficiente para cubrir las necesidades de un pueblo pequeño como era El Pasaje,
pero no para satisfacer un mercado que abarcaba toda Europa.
Nada se
desechaba de la gran bestia marina. Con su piel se elaboraban cinturones,
bolsas y cuerdas; con los huesos muebles y objetos de decoración; y con sus
barbas mangos para cuchillos. También se aprovechaba la carne, aunque, no siendo
muy del gusto de los pasaitarras, se salaba y se mandaba a Francia, Flandes y
la península ibérica. Pero nada movía más maravedíes y alteraba los mercados
como el aceite de ballena; aquel líquido oleoso que denominaban saín y que
servía, principalmente, para iluminar las calles y también para elaborar
jabones, limpiadores de tejidos, cosméticos, lubricante y medicinas.
Pero los tiempos
en los que los pequeños grupos de ballenas que surcaban el Cantábrico fueran
suficientes para abastecer tan inmenso mercado habían pasado a la historia. El aitona Miqueo, cuando conseguía
recordarlas, solía contarle aventuras de otros tiempos. Él mismo había navegado
hasta Galicia y después a Irlanda en pos de los grandes cetáceos. Pero tampoco
así eran suficientes y los balleneros de El Pasaje y de la costa cantábrica se
veían ahora obligados a cruzar un inmenso océano, hacia una tierra inhóspita y
alejada como era Terranova.
Durante buena
parte del día Joanes se entretuvo observando trabajar a los arrantzales, aunque no se olvidaba de
mirar de vez en cuando hacia el oeste. Sin embargo, el día fue pasando sin
ninguna novedad y el sol comenzó a ocultarse tras el horizonte, lenta pero
inexorablemente. Un día más sin poder saciar su incertidumbre, sin saber si su
padre regresaría o correría la suerte de muchos otros vecinos de El Pasaje que
se enfrentaron al mar y sucumbieron en el intento.
Aunque
improbable, también era posible que llegaran por la noche, pero Joanes sabía
que si permanecía allí más tiempo su madre se enfadaría y le daría unos buenos
azotes, así que se despidió de Begiluze
y comenzó a descender por el sendero a paso ligero. No era el castigo lo que
realmente le preocupaba, si no el hecho de disgustarla. Sabía que ella también
se encontraba angustiada por la suerte de su marido, aunque aparentara sosiego
y no dijera nada al respecto, y no quería ser el causante de más
preocupaciones.
Cuando llegó
frente a su casa la noche había caído y la calle se encontraba desierta, en
silencio. Rodeó el edificio y se coló por la portezuela trasera. Se quitó las
alpargatas y, de puntillas, fue hasta su cuarto y se acostó en su lecho,
arrebujándose entre las mantas y con el estómago rugiéndole de hambre. Su madre
debió de escuchar crujir la madera en el piso y no tardo en subir. Cuando abrió
la puerta muy despacio Joanes se hizo el dormido. La escuchó suspirar y
murmurar algo que no consiguió entender, antes de que volviera a cerrar la
puerta con mucho cuidado." ****************************************************************************
La memoria de las sombras
"Justo acababa de detener su coche al otro lado de la pista de gravilla cuando vio al señor Bosch que salía de su domicilio, vestido con ropa informal y una pequeña bolsa de tela con asas. Pensó que iría a la tienda de la cercana población belga a comprar pan u otro recado y que pronto regresaría, por lo que decidió esperar. Ningún buen vendedor a domicilio sería tan estúpido de abordar a un posible cliente cuando está a punto de salir.
Abrió su maleta y sacó un frasquito de medicamentos. Se tomó una de las píldoras para el corazón y volvió a guardarlo. Luego extrajo los catálogos que había cogido en la feria de muestras de maquinaria agrícola de Heist-op-den-Berg y los fue hojeando lentamente. Estaba algo nervioso pero, para ser su primera vez, no tanto como había imaginado. Se ajustó las gafas sobre el fracturado tabique nasal e intentó enfocar mejor la vista, sesgando los ojos. Al pie de cada página aparecía un asterisco seguido de una línea de pequeñísimas letras que se le hacían imposibles de descifrar. Se tapó el ojo malo, no el de las dioptrías, sino del que estaba prácticamente ciego, pero ni con esas.
Por un momento, vio su reflejo en el espejo retrovisor del automóvil. Aunque apenas había cumplido los treinta y tres años aparentaba tener, al menos, diez más. El pelo se le había encanecido prematuramente, era flaco como un galgo, desgarbado y alto, si bien esto último lo disimulaba bastante su postura encorvada y cabizbaja.
Transcurría la mañana de un bonito día de principios de julio y el sol comenzaba a calentar, demasiado para su gusto. Pensó que el coche era como un horno y empezó a sentir que se asfixiaba. Cogió su cartera y decidió salir al exterior a tomar el aire. Aquel ambiente sofocante no era bueno para su asma. Respiró dos veces profundamente y se sintió mejor. Hacía un día precioso. Cruzó el camino y dirigió sus pasos lentamente hacia la casa, arrastrando su pierna coja como si esta no quisiera acompañarle.
Se trataba de una bonita cabaña de madera, con tejado embreado a dos aguas muy pronunciadas, las fachadas pintadas de rojo y los marcos de puertas y ventanas de verde oscuro. Adheridos a la casa se alzaban un garaje de una sola plaza y un cobertizo. Al frente, un pequeño jardín y, en la parte de atrás, un huerto. El paisaje que la rodeaba era casi idílico, con sus prados de un verde intenso y los bosques de frondosas centenarias, parecía una postal de la casa de Santa Claus, pero sin nieve. Fred Bosch no se lo había montado nada mal.
Comprobó con alivio que la hierba del jardín continuaba inusualmente larga y que la máquina cortacésped seguía en el cobertizo, con varias de las piezas desmontadas a su alrededor.
Se secó el sudor de la frente con un pañuelo cuando escuchó unos pasos a su espalda.
–Hola, buenos días. ¿Deseaba algo?
Se giró y descubrió que se trataba del señor Bosch. Había acertado, una barra de pan asomaba de la bolsa de tela.
–Hola, muy buenos días –le saludó muy sonriente a la vez que le tendía la mano–. Me llamo Jarek Drosdik. Veo que tiene la hierba de su jardín un poco alta.
El señor Bosch le estrechó la mano un tanto sorprendido.
–Sí, se me estropeó la cortacésped hace varias semanas y desde entonces…
El vendedor ambulante lo sabía de sobra. Llevaba días observando cómo el señor Bosch se esforzaba inútilmente en arreglarla.
–Entonces vengo en el momento oportuno –le dijo alegremente mientras sacaba las revistas de la cartera–. En Wimpelhoeve S.L. trabajamos con todo tipo de maquinaria agrícola y de jardín. Tenemos las mejores corta-césped al mejor precio. ¿No le interesaría echarle un vistazo al catálogo?
El señor Bosch tardó un momento antes de mostrarse de acuerdo.
–Pues la verdad es que sí, podría interesarme. He intentado arreglarla yo mismo, pero está claro que no es lo mío y que la maquina tiene muchos años. ¿Le parece si entramos dentro? –le preguntó, señalando con la mano hacia la casa.
– Oh, sí, se lo agradecería. ¡Con este calor!
Una vez dentro el señor Bosch le invitó a tomar asiento en una pequeña y coqueta salita, y le preguntó si quería una limonada o un té.
–Un té estaría bien –le contestó el vendedor con mucha amabilidad–. Se lo agradezco, señor Bosch.
El anfitrión se dirigió a la cocina y puso la tetera al fuego mientras el improvisado huésped desplegaba sus catálogos sobre la mesita. Cuando regresó, el vendedor le tendió una de las revistas abierta por la parte central.
–Mire, eche un vistazo a estas maravillas.
El señor Bosch tomó la revista y se sentó a hojearla lentamente. Jarek guardó silencio. Sentía que las manos le habían empezado a sudar. Cogió otra de las revistas y se la acercó.
–Aquí también hay algunas que están muy bien.
El señor Bosch se fijó entonces en los dos dedos que le faltaban en la mano izquierda. Jarek también percibió que se había dado cuenta y ocultó la mano bajo la mesa, quizás demasiado impetuosamente.
Se hizo un silencio algo tenso, pero el estridente silbido de la tetera salvó la situación. Bosch se levantó y se dirigió a la cocina. Tardó un rato, por lo que Jarek se levantó y comenzó a pasear por la salita observando cada detalle de su decoración. Le llamó la atención una figura de madera maciza, de aproximadamente ochenta centímetros de alto, que representaba a un guerrero africano. La cogió y la sopesó. Pensó que si le golpeaba con aquello lo dejaría fuera de combate durante un buen rato.
–¿Qué está haciendo, señor Drosdik?
La voz a su espalda le sobresaltó. Sintió un flujo de adrenalina que le recorrió todo el cuerpo, se giró y le atizó un golpe tremendo en la cabeza con la figura del massai. El señor Bosch cayó desplomado con cara de sorpresa sobre el enmoquetado. Un chorrillo de sangre salía disparado de la sien cada vez que el corazón bombeaba, y el cuerpo del desdichado no dejaba de temblar y convulsionarse. Aquello impactó mucho a Jarek. No esperaba que el golpe fuera tan brutal y no soportaba ver aquel cuerpo como electrizado. Asió con fuerza la estatuilla y volvió a golpearle una y otra vez hasta que la cabeza solo fue un bulto sanguinolento y el cuerpo dejó de temblar. Durante unos minutos se quedó contemplando el cadáver. Dejó que la figura se escurriera de su mano y se dirigió al baño. Vomitó, se lavó las manos y se refrescó la cara. Se tomó otra de las pastillas para el corazón y salió de la casa, intentando aparentar tranquilidad. Cruzó la pista y se montó en el automóvil. Tardó un poco más de lo normal en ponerlo en marcha, pero por último la máquina arrancó y salió a toda velocidad haciendo saltar la gravilla como si fueran perdigones."